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domingo, 10 de agosto de 2008

Castillos en el aire




Extracto del raro, poco conocido y maravilloso Cathall O´Dunn.

Era como volver a empezar. Después de una larga estancia en Colombia volvía a mi ciudad, y las calles seguían en el mismo lugar, aunque los olores habían cambiado.Quería reconocer cada rincón y cada calle, donde aprendió a reírse de las cosas, a despreciar los consejos de quien lo sabe todo, a otorgarle la importancia justa a cada momento y ser coherente con sus palabras.
Ya muy atrás quedaba "el accidente", la apatía, los gritos en el comedor y todos aquellos recuerdos que se esforzaba en borrar de su mente.
En aquellos primeros días se había sumergido en la rutina de su nuevo puesto de trabajo. No se molestaba en anticipar acontecimientos. Quería recuperar a los viejos amigos: las mismas "batallitas" de siempre, las cervezas en el bar, los comentarios sobre el partido del fin de semana y la sensación de que nunca nada cambiaría, que el día que bajase al parque ellos segurían estando ahí.
Con el transcurrir de los días se había acostumbrado a observar detenidamente los detalles más insignificantes desde la mesa de trabajo. Y entre los papeles, las notas y el brillo de la pantalla, a veces “tarareaba” sus canciones, o se perdía con pequeños juegos que le ayudaban en su ya fácil dispersión y le proporcionaban algún tipo de placer. Pese a esto se esforzaba por sumergirse en la inercia laboral; para castigarse con la marabunta de pensamientos e inseguridades ya tenía los muros de la casa.
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Ella, había aparecido entre las montañas de rutina e inercia, de manera muy sutil, como infiltrándose en las filas de sus vaguedades, para instalarse entre sus obsesiones. Poco a poco había aprendido a quererla, a disfrutar con sus detalles y hacerla dueña e inspiración de sus insomnios. Todo ello había sido hilado desde si mismo, sin conocer la opinión de la elegida. La relación que mantenían transcurría fluida, habían aprendido a disfrutar de las palabras y los gestos de otro, pero bajo un respeto mutuo, sin acercamientos kamikazes, sin forzar cualquier tipo de presión que implicara un roce o un solo momento de tensión emocional. Pero el ya no podía más. En un estado de ensoñación constante, retornaba a su adolescencia con quimeras absurdas y encuentros imposibles, alimentando aún más si cabe su convencimiento. A veces dudaba si todo era una mala jugada, un “autoconvencerse” de que podía volver a disfrutar de un estado de enamoramiento como en su juventud más cercana, que podía querer a otra como si fuera la última y no acostumbrarse a la comodidad del enlace. Pronto pensó que esta idea le parecía tan terrible que no merecía ni ocupar su tiempo, pero entre aquel lago de dudas siempre había lugar para las ideas más trágicas o escabrosas. Convencido de su postura, ahora enfrente ya solo quedaba un enorme océano que en otro tiempo no hubiese tenido ningún reparo en conocer, pero que en la actualidad le inundaba de turbaciones y miedos. Era lo de siempre: el miedo al rechazo, a no saber manejar los tiempos, a dejar pasar el tiempo, a no pronunciar la palabra en el momento justo y adecuado… Cualquier idea le parecía tan terriblemente estúpida y ridícula, que la simple visualización de llevarla a cabo le provocaba un gran desasosiego. A cualquier otra la hubiese intentado seducir con sus amplios conocimientos de literatura, sus cuentos de viajes exóticos y su labor humanitaria, sus historias de “hombre de mundo” u otras tretas igual de patéticas y trilladas, pero ahora era diferente o al menos eso deseaba.

Sin ser de una belleza exuberante, tenía un gesto precioso y dulce, un poderoso halo de atracción del que a veces muchas mujeres bellas carecen, además de una capacidad maravillosa para saber interpretar los momentos especiales con una soberbia sencillez. Kearan se había despertado pensando en el movimiento de su pelo y volvía a dormirse preguntándose por sus manos. ¿Cómo podía ella ignorar que había alguien castigándose a cada instante por su pulso? Él, medía milimétricamente cualquier movimiento que le pudiera dejar en evidencia, que pudiera dejar al descubierto sus sentimientos, aquellos que se esmeraba en guardar bajo la llave más pesada existente. Quería buscar “el momento”, el instante mágico que nunca aparece, el acontecimiento que precipita todo, pero no tenía todo el tiempo del mundo. A finales de aquel deprimente verano ella marcharía a otra ciudad, a otro país y el abismo sería insalvable. Pero el no creía en las heroicidades ni en los ataques de romanticismo. Le parecían asquerosamente patéticas las noveluchas que buscaban el “giro final e increíble” en “la historia de amor jamás contada” y no quería convertir su vida en un espejo de estas, empalagoso y prototípico. Por otro lado se imaginaba sonriendo con la cabeza de ella, resguardada bajo su firme torso, en un gesto tan paternal, como universal y visceral....

Sus cavilaciones respecto a sus deseos navegaban desde el ridículo al triunfo más sonado. Había intentado desentrañar los signos ocultos de los juegos previos, los lenguajes de las convenciones sociales de la relaciones hombre-mujer, adaptándolos lógicamente a la singularidad de tan preciosa persona. Se decía así mismo que si habían quedado a solas, ella más allá de sus intenciones concretas, estaría cómoda en su compañía. De la misma manera había intentado leer entre las frases enigmáticas que de vez en cuando ella le lanzaba, mensajes encriptados que reclamaban su participación. Pero no quería caer en la clásica suficiencia y vanidad masculina, la cual podía proporcionarle desagradables sorpresas a la hora de descubrir la reciprocidad de sus sentimientos. Se decía una y otra vez que sería una noche más, en la que volvería bajo sus pasos nuevamente solo, una noche como en las veladas en las que se representaban las tragedias griegas, de las cuales ya se conocía el desenlace, pero aún así podían conseguir inquietarnos y emocionarnos. El problema es que la intriga era mínima, y la emoción había logrado un status obsesivo, amordazado por un exceso de apasionamiento.
Esperaba su llamada, después de varios intentos frustrados de cita, debía permanecer lo suficientemente interesado como para no dejar que se enfriara el contacto, pero tenía que dejar una imagen de autonomía y despreocupación que no delatara su verdadero interés: verla a toda costa. Miraba de reojo al mísero aparato, que le fustigaba con su silencio y su indiferencia, y se volvía loco controlando su voluntad.

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